jueves, 28 de enero de 2010

Mi cuadro Bodegón, inspira un ensayo de Antonio Rodríguez Salvador



Crónica ante un cuadro de Félix Pestana Cabrera, o cuando los monstruos de la razón paren sueños

Antonio Rodríguez Salvador

Confieso que a veces mi escritura se deja llevar por ciertas supersticiones: teoría del caos, diría quizá cierto racionalista de lo irracional; ese orden que de alguna manera pervive en el desorden.

El asunto es que días atrás entré por casualidad al Hotel Plaza de Sancti Spíritus, y de pronto, me hallé frente a un cuadro de Félix Pestana Cabrera. Ese fue el primer eslabón “suelto” dentro de una cadena que en ese día me fue llevando, digamos que por azar, tras las huellas de este pintor espirituano.

Tengo la manía de pasarlo todo por determinados filtros. Creo que fue Carlos Marx quien dijo: «Dadle un manojo de palabras a un alemán y hará con ellas filosofía». Yo debo portar entonces cierto gen teutón que me obliga a mentales laberintos. No me refiero, sin embargo, a esos razonamientos de Grandes Ligas en los que sobresalen Kant, Schopenhauer o Nietzsche, sino a una suerte de gen que quizá me llegó gracias a los visigodos, que invadieron España en el siglo VI para fundar el Reino de Toledo. Un gen bastardo, irracional; vaya usted a saber si una malformación congénita para generar cierto prurito que impide quedarme en la chata imagen de las cosas. En cualquier caso, veamos cómo el último de los reyes visigodos fue justamente Rodrigo, muerto en la Batalla de Guadalete en el año 711; de su nombre provienen los millones de Rodríguez sin abolengo que hoy respiramos por el mundo.

En fin, cuando me vi frente al cuadro, que genéricamente se titulaba «Bodegón», por causa de alguna oscura sinestesia empecé a atolondrar sentidos con los misterios del tiempo. Naturalmente, en la obra había elementos visuales que despertaban admiración: una sutil profundidad de campo a lo Orson Welles, la eventual contraluz que hacía recordar a cierto Woody Allen, y, sobre todo, esa psicodélica expresión a lo Alfred Hitchcock, que de algún manera es generada por la espátula en manos del artista.

No por gusto las referencias que ofrezco provienen del cine: frente a aquel cuadro, yo rebobinaba una película histórica. Por ejemplo, las naturalezas muertas siempre me remiten a Juan Sánchez Cotán, bodegonista toledano del siglo XVII, con quien tropecé alguna vez mientras escribía una novela ambientada en esa época. Hoy ya no existen frutas exóticas en el mundo; tanto como los tatuajes, las tangas y los zarcillos, los alimentos también se han globalizado, y, por ejemplo, un kiwi –planta nativa del sudeste asiático– , podemos hallarlo lo mismo en un tenderete morisco de Lisboa, que en un invernadero apache de Albuquerque. Sin embargo, si se quiere conocer cuáles eran las hortalizas y verduras que se comían en Madrid a principios del siglo XVII, sin lugar a dudas resulta de gran provecho mirar los cuadros de Sánchez Cotán.

He aquí, entonces, que otra vez vuelve el caos, porque en la naturaleza muerta pintada por Félix Pestana Cabrera no había cardos blancos rosados ni tampoco nabos esbeltos como zanahorias. Había flores, naranjas, y una tajada de melón, y, mientras tanto, yo miraba el conjunto desde lo conocido que es absolutamente extraño. En la profundidad había un paisaje cubano. Digo yo que era cubano, pero no había una palma real, ni un flamboyán, ni ninguna de esas plantas comunes en la orgullosa bucólica nacional; había sólo árboles que, en este caso, me eran absolutamente extraños conocidos.

Bodegón 2Arriba, en el ángulo derecho, rutilaba un gran espacio de luz; túnel que se hundía en una vertiginosa galaxia, semejante al que yo imaginaba en la niñez, cuando mi abuela Consuelo trataba de mostrarme las ventanas por donde se asoma Dios. Las naranjas y la tajada de melón eran mis sentidos: el instinto ancestral y la golosina esquiva de mi niñez. Y así, de pronto, El Bodegón no era ya una naturaleza muerta, sino el vaso espiritual donde mi abuela Panchita solía ver el pasado y el porvenir de las personas ávidas de esperanza; una abuela que todavía perdura en mi imaginación, ahora convertida en pitía del Oráculo de Delfos; agua de la fuente Castalia donde el dios Apolo solía reír cada tarde con las Musas.

Y era el Bodegón el Aleph de Borges. Y en su esfera tornasolada, vi de pronto el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi la muchedumbre de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide; me vi a mí mismo en cada rostro de los que se asomaron antes al vaso de mi abuela, al hueco rutilante en la nube de Dios, a un difuminado bodegón que se formaba en la mente de Félix Pestana Cabrera mientras soñaba pintarlo.

Imaginé entonces un subterfugio del autor para disuadirme del propósito que me había llevado a entrar al Hotel Plaza. Me dije que él no tenía derecho a obligarme a permanecer frente a recuerdos que ya suponía olvidados; y entonces vi el paisaje de árboles caleidoscópicos que se petrificaba alrededor de la naturaleza muerta.

En fin, era al revés: los árboles del paisaje se habían convertidos en tablas de una alacena, mientras el bodegón eran las frutas vivas dentro. La naturaleza se moría de veras, no esa ilusión de acrílico sobre el lienzo, no ese concepto o género del arte como brújulas para las enciclopedias, y entonces vi cómo una bola de fuego caía sobre lo que millones de años más tarde llamaríamos Península de Yucatán, y vi dinosaurios que poco a poco iban perdiendo el ideal de Steven Spielberg, para tornarse en hipérboles a lo George Lucas… Y eran tragados por el lodo, y vueltos armazones de huesos enormes para la curiosidad en cierta capital del brillo; y convertidos en un líquido oscuro y viscoso, llamado petróleo, por el que mueren-viven gentes en todos los confines de este mundo.

Y, ciertamente, vi luces de una ciudad reflejada en un lago, y los anuncios de neón en las grandes avenidas, y los chorros de colores contra la pantalla del cine; pero también vi una muchacha de Vanuatu que se hundía lentamente en las aguas del Océano Pacífico; y que el túnel de luz centelleada era en verdad la ausencia de ozono en el cielo pintado del cuadro; y que las imaginarias gotas de rocío del follaje ocre eran los residuos de una chimenea. Y vi palmeras en Groenlandia, y un desierto con camellos donde antes estaba el Quijote de 23, y un ruiseñor mudo y asmático en las cimas del Tibet, y vi un mapa del mundo que no lograba aprenderme de memoria. Entonces me fui, porque el cuadro amenazaba convertirse en los fantasmas que presagia el televisor.

Otras razones ocuparon mi tarde, y cuando ya en la noche llegué a casa, la vecina de los altos esperaba que la ayudase a terminar cierta tesina sobre arte espirituano. Los temas habían sido rifados a suerte entre los estudiantes de su clase, eso me comentó, y por eso le había tocado investigar la obra de Félix Pestana Cabrera.

No perdí tiempo explicando casualidades. A prisa busqué en Internet, y vi que la obra de Félix Pestana Cabrera recibía más divulgación de la que a priori yo imaginaba. Vi que en Artelista.com, —una de las más prestigiosas galerías de la red, donde ya se han vendido más de cincuenta mil cuadros— ocupaba un sitial prestigioso: noveno puesto en importancia dentro de una lista de 145 autores cubanos.

Lo llamé por teléfono y recuerdo que la conversación fue un tanto caótica. A propósito del caos, me comentó, acabo de escribir un poema. Un poema tú —me admiré. Yo te conozco por pintor y ensayista. Pero acabo de escribirlo —replicó: De inmediato te lo envío por correo electrónico:

«Un atractor extraño»

No vires tu rostro, asustado,
porque no es tu propia imagen
No estás ante el reflejo de tu
cuarto de baño, ni frente al de
Stendhal en medio del camino.
Dale al artista el beneficio de la
duda, si no le crees un farsante.
No te busques en el cuadro,
porque puedes estar ante el
espejo de Carroll.
Cruza la línea que divide, rompe
la cáscara de tus propios
prejuicios,
y busca en cada color el corazón
del poeta,
el atractor extraño que organiza
el caos
del otro lado del espejo.



Publicado en CubaLiteraria

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